“Estábamos demasiado asustados hasta para ponernos de pie”

El agotador viaje de una integrante del PNUD en el Sudán para huir de la guerra

1 de Junio de 2023

Familias sudanesas esperan en el cruce fronterizo con Egipto para ingresar al país vecino.

Foto: PNUD Sudán / Lameese Badr

Lameese Badr es la Directora de Comunicaciones del PNUD en el Sudán. También es poeta y escritora, cuyos libros se centran en la interseccionalidad del público con la individualidad, el hogar y la pertenencia. Ha vivido la mitad de su vida en el Sudán y, como muchos otros que han huido de la guerra, ahora se encuentra desplazada a la fuerza.

La noche anterior nos reunimos en casa de mi abuelo en Jartum para tomar Sahur, la comida previa al amanecer durante el Ramadán. Por primera vez en mucho tiempo, casi toda mi familia ampliada del extranjero estaba reunida bajo un mismo techo. Este Ramadán era especial para nosotros: éramos 22 personas en total. 

A la mañana siguiente nos despertaron los ruidos de combates lejanos, que se fueron aproximando. 

Disparos, seguidos de explosiones cada vez más fuertes y cercanas. Toda la casa comenzó a temblar y nos dimos cuenta de que unos aviones de reacción sobrevolaban nuestra vivienda.  

No sabíamos lo que significaba. ¿Nos iban a lanzar bombas? ¿Se trataba de una guerra? Entonces se cortó la luz, luego el agua. 

Recibimos una llamada de teléfono. Nos comunicaron la devastadora noticia de que un familiar había muerto a causa de una bala perdida. En ese momento comprendimos la gravedad de la situación. Corrí al piso superior, desperté a mi hermana y la ayudé a bajar a mi sobrino de dos años. Juntamos todos los colchones de la casa e improvisamos un lugar seguro en la sala, el único espacio con ventanas pequeñas donde cabíamos todos.  

Aquel cuadrado formado por colchones, en el que nos acomodamos los 22, se convirtió en nuestro hogar durante los días siguientes. Sin luz natural ni electricidad, permanecíamos agazapados durante todo el día. Gracias al Ramadán, teníamos suficiente comida en la casa, pero teníamos que arrastrarnos para ir a la cocina. Durante seis días, nos mantuvimos en vilo al oír disparos y fuego de artillería a nuestro alrededor; estábamos demasiado asustados hasta para ponernos de pie.  

Cuando las balas empezaron a atravesar las paredes del piso superior, supimos que había llegado el momento de marcharnos. Pero había escasez de combustible y los automóviles no alcanzaban para todos. 

Finalmente, tomamos la decisión de partir. Teníamos solo tres automóviles pequeños, el espacio era limitado de modo que cada uno empacó una pequeña mochila y nos trasladamos a un sector algo más seguro de la ciudad, donde vivía un primo. 

Cerrar la casa y despedirnos de ella fue lo más duro que tuvimos que hacer. Construida por mi abuelo arquitecto, ha permanecido en pie durante más de 60 años y ha sido testigo de innumerables hitos familiares. Nunca ha estado vacía. Ese momento nos obligó a aceptar una realidad a la que ninguno de nosotros quería enfrentarse: no solo no sabíamos cuándo volveríamos, sino que no sabíamos si seguiría en pie cuando volviéramos.  
 

"Nuestros hogares están diseñados para acoger a múltiples generaciones. Cuando derriban una casa, están derribando un museo del legado de una familia. Están derribando un lugar que los abuelos de alguien le prepararon antes incluso de que naciera".

- Dinan Alasad, escritora sudanesa 

La familia de Lameese apilando las maletas para emprender el agotador viaje hacia Egipto.

Foto: PNUD Sudán / Lameese Badr

A primera vista, nuestro nuevo hogar parecía un paraíso. Nos sorprendió ver tiendas locales abiertas y puestos de fruta, una forma de normalidad que no habíamos visto en mucho tiempo.   

Nuestro alivio no duró mucho, ya que los combates empezaron a acercarse cada vez más. Estaba claro que era cuestión de tiempo hasta que tuviéramos que volver a partir. 

El reto estaba en la logística. Encontrar unos cuantos asientos era difícil, por no hablar de un autobús entero. Tardamos varios días en encontrar un autobús que pudiera llevarnos a El Cairo y cada billete nos costaría casi 700 dólares de los Estados Unidos (USD). Nuestro grupo incluía ancianos enfermos y niños pequeños.  

Llamamos a distintas empresas y nos aseguraban su llegada, pero nunca aparecieron. Algunas incluso cobraron anticipos y desaparecieron. Los familiares en el extranjero utilizaron sus redes y conexiones, todo el mundo lo intentaba, pero el éxito seguía siendo esquivo. Me sentí totalmente derrotada. Todo parecía desmoronarse. A veces conseguíamos un autobús, pero no había combustible. Otras veces obteníamos combustible, pero no conseguíamos un autobús. 

La situación se volvió aún más precaria cuando poco a poco se fueron interrumpiendo las telecomunicaciones y conectarse se volvió prácticamente imposible.  

Cuando perdí la conexión a Internet, perdí toda esperanza. Las redes sociales habían sido la única forma de acceder a los conductores y a las empresas de autobuses. Me rendí y me permití dormir por primera vez en varios días. 

Sin Internet, busqué en las publicaciones no actualizadas de Twitter y me topé con un número de teléfono. Llamé allí y expliqué nuestra necesidad urgente de un vehículo para ir a la estación de autobuses.  

"No tengo un automóvil que pueda llevarlos a la estación de autobuses, pero tengo un autobús vacío que puede llevarlos a la frontera con Egipto si están listos en 30 minutos", me respondieron. 

Después de todas las promesas incumplidas, no me atrevía a creer que esta fuera verdad. 

Sin embargo, despertamos rápidamente al resto de la familia para prepararnos y una hora más tarde, estábamos en un autobús con destino a El Cairo. 

El cruce de la frontera entre Egipto y el Sudán.

Foto: PNUD Sudán / Lameese Badr

Cuando el conductor salió de nuestro barrio, nos golpeó la cruda realidad. Todo lo que habíamos visto en los vídeos de los medios sociales era cierto. Había cuerpos sin vida en las calles y vehículos del ejército volcados y carbonizados. 

Por el camino nos dispararon. Fue una experiencia aterradora, sobre todo con niños pequeños a bordo.  

Tras unos días de viaje agotador, llegamos a la frontera con Egipto, donde tuvimos una espera de 32 horas mientras se procesaban nuestros documentos. En las colas, la gente se desmayaba, la desesperación flotaba en el aire y los funcionarios de fronteras no mostraban empatía ni comprensión. Las personas mayores y los niños pequeños, que habían sufrido los horrores de la guerra, eran los que peor llevaban la situación. No se tenía la menor consideración por su bienestar, ni había provisiones de agua o alimentos. Las madres lloraban y abrazaban a sus hijos, de pie bajo un calor sofocante. 

Fue una experiencia deshumanizadora, un duro recordatorio de la insensibilidad que puede existir en tiempos de crisis. 

Al reflexionar sobre aquellos días, me doy cuenta de que ya formo parte de la historia, soy testigo de primera mano de las luchas y la resiliencia de las personas afectadas por el conflicto. Pasar de ser quien escribe y comparte historias a ser la propia historia es una experiencia surrealista. Cambia tu perspectiva, profundiza tu empatía y te recuerda la fragilidad de la vida. 

Jartum ahora está en ruinas y la situación no hace más que empeorar. Los combates no han cesado ni un solo día. No hay paso seguro para la ayuda médica o humanitaria, mis vecinos están siendo enterrados en sus propios patios traseros. ¿Qué será de los más de 600.000 desplazados? ¿Y qué pasará con los millones de personas que siguen allí?  

Todos estos son pensamientos y preguntas que debemos abordar. Cruzar al otro lado de la frontera conlleva una serie de emociones: gratitud por estar vivos y a salvo, culpa por dejar atrás a los seres queridos y una patria sumida en el caos, y la monumental tarea de reconstruir nuestras vidas desde cero. 

¿Qué significa reconstruir una vida basada tan fuertemente en el legado de nuestros antepasados y por dónde se empieza?