Nota: Este blog forma parte de Lustig, N. & Tommasi, M. (2020). El COVID-19 y la protección social de los grupos pobres y vulnerables. UNDP. (Próximo a ser publicado)
Sabemos que 138 millones de personas en América Latina vivían en 2017 en pobreza monetaria de acuerdo con la línea de $5.5/día (Cuadro 2 del texto Lustig y Tommasi 2020) [1]. La carencia de ingresos es sin duda una privación fundamental, puesto que inhibe múltiples logros y resta libertad de elección y acción. Pero, lamentablemente, no es la única privación que exhiben muchos de estos hogares. En efecto, también sabemos que en América Latina y el Caribe 39 millones de personas (el 7.5% de la población) habita en hogares que están en pobreza multidimensional aguda, de acuerdo con estimaciones del Índice de Pobreza Multidimensional Global (IPM-G) (OPHI, 2019).[2] Esto significa que experimentan un tercio o más privaciones de diez indicadores de salud, educación y estándar de vida asociados a los Objetivos de Desarrollo Sostenible.[3] Los indicadores que componen el IPM son: que haya miembros desnutridos en el hogar, haber experimentado mortalidad infantil en el hogar, bajo nivel educativo de los adultos (nadie completó 6 años de educación), presencia de niños que no asisten a la escuela, y carencia de: agua potable, saneamiento mejorado, electricidad, energía limpia para cocinar, vivienda adecuada (por materiales de piso, paredes o techo) y un mínimo de activos (bienes durables). Al igual que lo que ocurre con la pobreza monetaria, la pobreza multidimensional tiene una mayor incidencia entre los niños que en el total poblacional. En la región de América Latina y el Caribe, aproximadamente uno de cada diez niños habita en un hogar en pobreza multidimensional aguda (OPHI, 2018).
De los 39 millones de personas pobres por IPM-G en la región, 10 millones (2% de la población) experimentan pobreza multidimensional aguda severa por la cantidad de carencias que padecen (OPHI, 2019). Hay además otros 40 millones de personas (7.7% de la población) que, aunque no están en pobreza multidimensional aguda, son vulnerables a ella (OPHI, 2019). Asimismo, existen otras privaciones no-monetarias tales como precariedad laboral, falta de cobertura de salud y hacinamiento que, aunque no incluidas en el IPM-G,[4] tienen alta incidencia en la región, tal como se evidencia en el Índice de Pobreza Multidimensional para América Latina (IPM-LA, Santos y Villatoro, 2018)[5].
Al observar carencias simultáneas de manera directa, las mediciones multidimensionales de pobreza ponen de manifiesto la complejidad del escenario en el que la región recibe la pandemia del COVID-19. Primero, porque las personas en pobreza multidimensional aguda constituyen en buena medida un grupo de alto riesgo para el COVID-19. Segundo, porque se evidencia la fragilidad de los hogares multidimensionalmente pobres para cumplir la medida sanitaria de aislamiento social preventivo. Tercero, porque podemos predecir que las medidas de aislamiento tendrán un impacto duradero en muchas dimensiones de la pobreza.
En lo que respecta al primer punto, muchos de quienes son multidimensionalmente pobres lo son precisamente porque tienen privaciones como desnutrición, falta de acceso a agua potable, saneamiento mejorado, o falta de acceso a energías limpias, en alguna combinación, o bien todas juntas.[6] Estos indicadores (véanse tasas de privación por indicador para América Latina en el Cuadro 1 del texto, Lustig y Tommasi 2020) predicen un alto riesgo para el COVID-19. La desnutrición aumenta la vulnerabilidad a cualquier enfermedad. Aunque no medido en el IPM-G, a esto se suma que muchas personas en situación de pobreza experimentan malnutrición en forma de obesidad, que también constituye un factor de riesgo para el COVID-19; otras están “sub-diagnosticadas” en diferentes patologías de riesgo para el COVID-19 por falta de acceso a cobertura de salud[7]. A su vez, la exposición a energías no limpias para cocinar y calefaccionarse (leña, carbón, kerosene), agravada frecuentemente por habitar en condiciones de hacinamiento y mala ventilación, aumenta la propensión a padecer enfermedades respiratorias de base. Por último, la falta de acceso a agua potable y/o saneamiento adecuado se vuelve crítica cuando la higiene extrema se ha convertido en un elemento indispensable para evitar el contagio y propagación de un virus. Esto último se ve agravado en hogares donde ningún adulto del hogar ha completado un mínimo de educación, lo cual dificulta aún más la incorporación de dichas pautas de higiene.
En lo que respecta al segundo punto, cumplir la consigna de “quedarse en casa” cuando el hogar es una vivienda de materiales inadecuados, frecuentemente lugar de hacinamiento, y con falta de acceso a servicios básicos, puede tornarse impracticable. Y si se cumple, es foco de cultivo de otras enfermedades que hoy pasan a segundo plano por la emergencia sanitaria del COVID-19 y posiblemente no reciban la atención necesaria. Por otra parte, el confinamiento bajo dichas condiciones habitacionales puede ser también detonante o acentuador de disfuncionalidades intra-familiares; en su extremo, la violencia doméstica y el abuso infantil (véanse cifras indicativas para América Latina relacionadas con esto en el Cuadro 3 del texto, Lustig y Tommasi 2020). Aunque no incluidos en el IPM-G, la precariedad laboral tiene alta prevalencia en la región, como puede verse en el Cuadro 2. El desempleo y la falta de afiliación al sistema de seguridad social enfatizan la exclusión social que caracteriza a los hogares pobres: o bien no tienen empleo o, si lo tienen, es informal. El requisito de permanecer en sus hogares interrumpe el magro flujo de ingresos con el que subsisten.
En lo que respecta al tercer punto, las medidas de aislamiento, aunque fundamentales para evitar el contagio, tendrán efectos de largo plazo en muchos aspectos, entre ellos en la dimensión educativa. La brecha educativa entre los niños de estos hogares y los niños de hogares no-pobres inevitablemente se ampliará por la dificultad que tienen los adultos de estos hogares para hacer “escuela en casa”, acentuada además por las barreras tecnológicas y económicas de acceso a la enseñanza virtual (véanse cifras en Cuadro 2 del texto). La privación en términos de capacidad de los adultos para acompañar a los niños en el aprendizaje se combina con las carencias habitacionales para propiciar un espacio adecuado en el hogar para “hacer la tarea”.
En esencia, nos enfrentamos entonces a una difícil disyuntiva de elegir entre dos males el menor: el contagio y propagación del COVID-19 entre los multidimensionalmente pobres, siendo ellos un grupo de alto riesgo por la fragilidad de su salud, además de su escasez de activos para lidiar con un shock de salud, vs. el cese del flujo de los ingresos con los que estos hogares habitualmente subsisten, el cese de interacciones con redes de apoyo y contención estatales (jardines y escuelas fundamentalmente) y no-estatales (Iglesias, sociedades de fomento, clubes y diversas ONGs) y el confinamiento a espacios de hacinamiento e insalubridad.
Claramente, el segundo de los males parece ser mucho menor que el primero, y naturalmente los gobiernos han optado por él. Sin embargo, no podemos por eso desestimar la gravedad del segundo mal, la cual se nos presenta como un desafío específico de los países en desarrollo con altos índices de pobreza urbana, en buena medida conglomerada en villas o asentamientos informales. Se hace evidente que las transferencias monetarias, aunque muy importantes, no podrán lidiar con muchas de las dimensiones no-monetarias de la pobreza.[8] Es necesario pensar en otras dimensiones además de la monetaria para amortiguar el impacto de esta epidemia sobre los más pobres.
Se presenta así el enorme desafío de, no sólo garantizar la protección de un mínimo de ingresos para los pobres, sino también de diseñar medidas efectivas de protección del contagio del virus (adicionales a las medidas de aislamiento, y que contemplen también el potencial desarrollo o acentuación de otras enfermedades y problemas).
Se requiere además la implementación de mecanismos de contención y acompañamiento a las familias en pobreza multidimensional. Mecanismos que den continuidad, aunque en otra modalidad y sin duda como un sustituto muy imperfecto, a la ayuda que recibían típicamente de las escuelas y organizaciones sociales diversas de manera presencial. De otro modo, el tiempo para “recuperar el tiempo perdido” durante el aislamiento puede volverse demasiado largo o, inclusive en algunas dimensiones y para los más pequeños, infinito.
Referencias
Alkire, S., Dirksen, J., Nogales, R., and Oldiges, C. (2020). ‘Multidimensional poverty and COVID-19 risk factors: A rapid overview of interlinked deprivations across 5.7 Billion People’, OPHI Briefing 53, Oxford Poverty and Human Development Initiative, University of Oxford.
Lustig, N. y Tommasi , M. (2020). El COVID-19 y la protección social de los grupos pobres y vulnerables. PNUD.
OPHI (2018), Global Multidimensional Poverty Index 2018: The Most Detailed Picture to Day of the World's Poorest.
OPHI (2019) Global Multidimensional Poverty INdex 2019: Illuminating Inequalities. Universidad de Oxford.
Santos, M. E., y Villatoro, P. (2018). A multidimensional poverty index for Latin America. Review of Income and Wealth, 64 (1), 52–82.
[1] Una versión de estas reflexiones con mayores referencias al caso Argentino puede encontrarse aquí.
[2] Cifras poblacionales de 2017. Las estimaciones del IPM-G cubren 20 países de América Latina y el Caribe.
[3] Los indicadores están ponderados (1/6 los de educación y salud y 1/18 los de estándar de vida).
[4] El IPM-G es un índice de pobreza aguda que utiliza como fuentes de datos las Encuestas de Demografía y Salud (DHS) y las Encuestas de Indicadores Múltiples por Conglomerados. Muchos de estos indicadores no son incluidos debido a que no están disponibles en estas encuestas.
[5] El IPM-LA utiliza las encuestas de hogares de los institutos de estadísticas y censos de los países de la región.
[6] Alkire et al (2020) estiman, para América Latina y el Caribe, 35471 personas multidimensionalmente pobres y en riesgo del COVID-19 (‘en riesgo’ definido como experimentar al menos privación en nutrición, agua o energía limpia para cocinar) y 7954 son multidimensionalmente pobres y están en alto riesgo del COVID-19 por padecer las 3 privaciones mencionadas de manera conjunta.
[7] El Cuadro 1 del texto (Lustig y Tommasi 2020) presenta tasas de prevalencia de condiciones preexistentes de salud.
[8] Nótese además que aún hay entre las personas pobres muchos que aún no están alcanzadas por el sistema de protección social. Su incorporación en tiempos en que se terminaron los trámites presenciales y cuando las barreras de acceso a la tecnología (tanto de dispositivos como de conocimiento) son rasgos de la pobreza, se hace sumamente difícil.